El día veinticinco hizo tres años que cogimos aquel vuelo a las siete de la mañana para aterrizar en Roma, de cabeza en nuestra experiencia erasmus. Aun recuerdo la llegada a Termini cargados con los maletones, cuando bajando unas escaleras a Mónica se le rompió una de las maletas que estaba estrenando y como hicimos el tonto al salir por la parte trasera en vez de por la delantera y tuvimos que rodear toda la estación. En vez de coger el metro para una parada, nos fuimos andando a la pensión que me había encontrado el tío mafioso de la mujer italiana de un paisano mío. Que mentira de pensión. Y pensar que teníamos que permanecer en Roma Inn hasta que encontráramos piso.
Se suponía que teníamos una habitación para los tres con un baño propio, pero la primera noche la habitación era de nueve y el resto de las siete noche de cinco. Y solo había dos baños para toda la pensión. Si es que se les podía llamar baños. En el primero, muy estrecho, la ducha tenia una cortina de esas que rezas para que no se te pegue al cuerpo. En el otro, que era más grande, la ducha consistía en un agujero en mitad del suelo sin rejilla ni nada.
Cuando nos cambiamos de habitación no sabíamos que nos arriesgábamos a dormir con el temible Jim, su olor especial y sus ronquidos. Cuando llego la primera noche a las cuatro de la mañana, un olor entre acido y sucio invadió la habitación y rodeo a la pobre Mónica que dormía en la litera de encima. Si el olor no nos había despertado lo suficiente (como seria el olor para despertarnos), los ronquidos que empezó a emitir terminaron de espabilarnos. El otro chico, alemán, que compartía la habitación, empezó a llamarlo: Jim, can you change your position for sleep? please. Pero Jim no reaccionaba. Supongo que el olor actuaba como cloroformo. Así que me levante de la cama y empecé a zarandearlo gritándole en el más castizo de los andaluces: ‘¡Jim! ¡Que cambies la posición pa dormí, coño! Y Jim ni se inmuto. Así que nos miramos los cuatro y sobraron las palabras y los idiomas. Empezamos a reírnos con una de esas risas tontas que entran con el cansancio acumulado.
Las cenas las hacíamos en un Pizza Taglio que había cerca de la parada de metro. Y los desayunos, que consistían en un litro de zumo que iba de boca en boca y unas galletas, nos los tomábamos en una placita rodeados de rusos y leyendo el Porta Portesse, intentando encontrar algo. Pero no había manera.
También pasábamos horas y horas en las cabinas de teléfono de Chimica, donde empecé a hablar italiano para preguntar por los pisos y así adelantar trabajo. Y por eso terminaba siempre hablando yo.
La estancia allí termino a la semana, cuando cansados de ver que no encontrábamos nada, convencimos a Mónica para que se fuera a vivir con dos chicas de Zaragoza, que tenían una habitación libre. Y fue la primera vez en una semana que pudimos darnos una ducha en condiciones, aunque uno, como buen melómano, lo primero que hizo fue sacar el discman. También fue la primera noche con fiesta erasmus y cuando nos dimos cuenta de lo privilegiados que éramos de poder hacer botellón al lado del Colosseo.
Lo peor de la estancia, o lo mas surrealista, no fueron ni las sabanas tiesas que nadie cambiaba, ni las pulgas que nos picaban mientras Migue y yo intentábamos hacer creer a Mónica que eran mosquitos.
Lo mas surrealista fue la Notte Bianca. La primera que hacían en Roma. Nosotros, como estábamos muy cansados y derrotados, nos fuimos prontito a la cama, y en medio de la noche nos despertó una tormenta; pero nos volvimos a dormir. A la mañana siguiente, se levanto Mónica al baño, y cuando volvió, lo hizo maldiciendo a los ‘hijos de puta’ esos que no habían pagado la factura de la luz, y que eran los culpables de que ella hubiera tenido que mear a oscuras. Nos asomamos a la calle, y fue cuando nos dimos cuenta de que tampoco allí había luz, y una vez salimos de la pensión, cuando nos enteramos de que se había ido la luz en todo el país, menos en Sicilia. Imaginad a la gente en el metro, que funcionaba de madrugada por ser Notte Bianca, cuando se fue la luz. Imaginad un país entero sin suministro eléctrico.
Aterrizamos aun no se muy bien porque en Termini, donde la gente esperaba con cara de muertos, que volviera el suministro para poder coger los trenes. Allí nos tomamos un bocadillo seco y triste de prosciutto, y fuimos participes de los aplausos cuando empezaron a moverse los paneles que anuncian la llegada y salida de los trenes.
Aun así no había vuelto la luz en toda la ciudad, y Sergio, que ya tenia casa, nos dijo que nos fuéramos allí a comer. Y nos obsequio con un magnifico plato de potaje de lentejas, calentito, que nos subió el animo y del que aun le estoy agradecido.
Sin duda no fue el mejor comienzo. Pero aparte de hacernos capaces de dormir en cualquier sitio, fue el comienzo de una de las mejores experiencias de mi vida. Algo que, como esta visto, me marco. Para siempre.
Se suponía que teníamos una habitación para los tres con un baño propio, pero la primera noche la habitación era de nueve y el resto de las siete noche de cinco. Y solo había dos baños para toda la pensión. Si es que se les podía llamar baños. En el primero, muy estrecho, la ducha tenia una cortina de esas que rezas para que no se te pegue al cuerpo. En el otro, que era más grande, la ducha consistía en un agujero en mitad del suelo sin rejilla ni nada.
Cuando nos cambiamos de habitación no sabíamos que nos arriesgábamos a dormir con el temible Jim, su olor especial y sus ronquidos. Cuando llego la primera noche a las cuatro de la mañana, un olor entre acido y sucio invadió la habitación y rodeo a la pobre Mónica que dormía en la litera de encima. Si el olor no nos había despertado lo suficiente (como seria el olor para despertarnos), los ronquidos que empezó a emitir terminaron de espabilarnos. El otro chico, alemán, que compartía la habitación, empezó a llamarlo: Jim, can you change your position for sleep? please. Pero Jim no reaccionaba. Supongo que el olor actuaba como cloroformo. Así que me levante de la cama y empecé a zarandearlo gritándole en el más castizo de los andaluces: ‘¡Jim! ¡Que cambies la posición pa dormí, coño! Y Jim ni se inmuto. Así que nos miramos los cuatro y sobraron las palabras y los idiomas. Empezamos a reírnos con una de esas risas tontas que entran con el cansancio acumulado.
Las cenas las hacíamos en un Pizza Taglio que había cerca de la parada de metro. Y los desayunos, que consistían en un litro de zumo que iba de boca en boca y unas galletas, nos los tomábamos en una placita rodeados de rusos y leyendo el Porta Portesse, intentando encontrar algo. Pero no había manera.
También pasábamos horas y horas en las cabinas de teléfono de Chimica, donde empecé a hablar italiano para preguntar por los pisos y así adelantar trabajo. Y por eso terminaba siempre hablando yo.
La estancia allí termino a la semana, cuando cansados de ver que no encontrábamos nada, convencimos a Mónica para que se fuera a vivir con dos chicas de Zaragoza, que tenían una habitación libre. Y fue la primera vez en una semana que pudimos darnos una ducha en condiciones, aunque uno, como buen melómano, lo primero que hizo fue sacar el discman. También fue la primera noche con fiesta erasmus y cuando nos dimos cuenta de lo privilegiados que éramos de poder hacer botellón al lado del Colosseo.
Lo peor de la estancia, o lo mas surrealista, no fueron ni las sabanas tiesas que nadie cambiaba, ni las pulgas que nos picaban mientras Migue y yo intentábamos hacer creer a Mónica que eran mosquitos.
Lo mas surrealista fue la Notte Bianca. La primera que hacían en Roma. Nosotros, como estábamos muy cansados y derrotados, nos fuimos prontito a la cama, y en medio de la noche nos despertó una tormenta; pero nos volvimos a dormir. A la mañana siguiente, se levanto Mónica al baño, y cuando volvió, lo hizo maldiciendo a los ‘hijos de puta’ esos que no habían pagado la factura de la luz, y que eran los culpables de que ella hubiera tenido que mear a oscuras. Nos asomamos a la calle, y fue cuando nos dimos cuenta de que tampoco allí había luz, y una vez salimos de la pensión, cuando nos enteramos de que se había ido la luz en todo el país, menos en Sicilia. Imaginad a la gente en el metro, que funcionaba de madrugada por ser Notte Bianca, cuando se fue la luz. Imaginad un país entero sin suministro eléctrico.
Aterrizamos aun no se muy bien porque en Termini, donde la gente esperaba con cara de muertos, que volviera el suministro para poder coger los trenes. Allí nos tomamos un bocadillo seco y triste de prosciutto, y fuimos participes de los aplausos cuando empezaron a moverse los paneles que anuncian la llegada y salida de los trenes.
Aun así no había vuelto la luz en toda la ciudad, y Sergio, que ya tenia casa, nos dijo que nos fuéramos allí a comer. Y nos obsequio con un magnifico plato de potaje de lentejas, calentito, que nos subió el animo y del que aun le estoy agradecido.
Sin duda no fue el mejor comienzo. Pero aparte de hacernos capaces de dormir en cualquier sitio, fue el comienzo de una de las mejores experiencias de mi vida. Algo que, como esta visto, me marco. Para siempre.